miércoles, 23 de mayo de 2012

El Rito Extraordinario: como un niño ante un regalo

Por Bruno Moreno

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A veces me gusta imaginar, con cierta envidia, a alguien que, por ejemplo, nunca haya contemplado una puesta de sol, no haya leído ningún libro de Chesterton o no haya visto el mar y aún pueda saborear estas cosas por primera vez. La novedad nos permite ver las cosas con una mirada limpia y agradecida, disfrutarlas sin darlas por hecho y descubrirlas como lo que son: un regalo que no merecemos. Conforme uno va acumulando años, este tipo de cosas se hacen menos frecuentes y la mayoría de las alegrías y placeres van pasando a la categoría de viejos amigos, que confortan pero no suelen sorprendernos.

Cuento todo esto porque, el sábado pasado, tuve ocasión de estrenar una alegría completamente nueva para mí: la Misa tradicional del rito extraordinario. Viajé a Sevilla con mi mujer y pude asistir a la Misa gregoriana solemne que se celebró en la ciudad del Guadalquivir. Como nunca había participado en una Misa tradicional, según el rito anterior al Concilio Vaticano II, tuve la oportunidad de observarla y participar en ella con ojos nuevos, sin el adormecimiento de la rutina. Con la ilusión de un niño ante un regalo inesperado.

Puesto que ya otros han descrito los detalles concretos de la celebración, me limitaré a relatar mis propias impresiones. Mi primera sensación fue estética, como es lógico. La Misa se celebró en la parroquia de San Bernardo de Sevilla. Como suele ser el caso con las iglesias andaluzas, está pintada por dentro y por fuera de colores alegres y luminosos. Es un templo precioso, barroco-neoclásico, del s. XVIII, con un estupendo retablo en el altar mayor y varios altares laterales.

Durante la Misa, me di cuenta de algo evidente, pero que nunca había pensado: la inmensa mayoría de las iglesias católicas, es decir, aquellas con más de sesenta años de antigüedad, han sido construidas pensando en este rito. Desde los retablos hasta los altares, desde la puerta hasta las bóvedas, todo fue diseñado por el arquitecto para servir a esta liturgia en particular. Es propia del rito extraordinaria hasta la misma disposición de los templos, que miran siempre hacia Oriente y cuyas líneas arquitectónicas predisponen a todos los que participan, incluido el sacerdote, a mirar en todo momento hacia Cristo. Los santos de los altares laterales, tan habituales en las iglesias católicas, son la clara imagen de la Iglesia triunfante que participa también de la celebración junto con los fieles. El incienso, que se eleva por el retablo, desde el altar hacia las imágenes de la Trinidad, lleva consigo las oraciones de los santos, como cuenta el Apocalipsis.

Cuando uno asiste a la Eucaristía del rito ordinario en una iglesia antigua, se tiene la sensación inconsciente de que hay algo, en cierto modo, “desenfocado” o “desequilibrado”, en el sentido de que la arquitectura y el rito que se celebra tienen enfoques distintos. En cierto modo, es como si se celebrase una liturgia oriental en una iglesia occidental o viceversa: el iconostasio estaría siempre en medio o constantemente se notaría su ausencia. Al igual que algunas iglesias modernas están pensadas para la liturgia actual (y otras están diseñadas por personas totalmente ignorantes de lo que es la liturgia católica), las iglesias anteriores a 1960 piden a gritos el rito extraordinario.

El segundo aspecto que me llamó la atención tiene que ver con el papel del sacerdote. A la Iglesia anterior al Vaticano II se la suele acusar, con más o menos razón, de clericalismo. Sin embargo, me sorprendió comprobar que el rito extraordinario es infinitamente menos clerical que el ordinario. El centro de la celebración nunca está en el sacerdote. No se busca un encuentro con él, sino de todos con el Señor. En los momentos esenciales, todos tienen fijos los ojos en Aquel que inició y completa nuestra fe, Cristo Jesús… que está sentado a la derecha del trono de Dios.

La Misa fue celebrada por el Superior del Instituto de Cristo Rey, Mons. Giles Wach, que luego pronunció una excelente conferencia en un hotel cercano, pero lo cierto es que no hubiera importado nada que el celebrante fuese el último curilla recién ordenado de un seminario desconocido de Zimbabwe. La Misa no es una conferencia y no estábamos allí para verle a él, sino que tanto él como nosotros buscábamos encontrarnos con el Señor y eso se reflejaba en las posturas y los gestos litúrgicos. Al ver al sacerdote vuelto hacia Oriente, mirando al Señor como todos los demás, se acuerda uno de aquellas palabras de San Juan Bautista: Conviene que yo disminuya, para que él crezca.

El rito ordinario, en cambio, tiene el claro peligro de que el sacerdote se convierta en un “showman” o un animador, que entretiene a la audiencia mediante su simpatía, su sabiduría o incluso su piedad y santidad. Los fieles nos hemos habituado, por desgracia, a esta comprensión errónea del papel del sacerdote en la liturgia. El mismo hecho de que a menudo se diga despectivamente que el sacerdote, en el rito extraordinario, está “de espaldas” al pueblo muestra hasta qué punto nos hemos acostumbrado a que lo esencial de la Misa sea el diálogo con el sacerdote, en lugar del diálogo con Dios, de la participación en la entrega de Cristo al Padre por todos nosotros.

He dejado para el final lo que más me gustó, porque precisamente fue aquello que yo pensaba que más me iba a disgustar. En muchas ocasiones había oído criticar la Misa tradicional por el hecho de que, mientras el sacerdote está realizando algún rito en particular, los fieles pueden estar haciendo otra cosa: ya sea seguir las oraciones de la Misa en su propio misal, dirigirse personalmente a Dios o incluso rezar una novena o el rosario. Yo soy una persona muy racional y tanía la impresión de que este “desorden” no podía ser nada bueno.

El rito ordinario, en el que el sacerdote y los fieles siempre están haciendo lo mismo y diciendo o escuchando lo mismo, en el que prácticamente no hay silencios y en el que los fieles tienen un itinerario marcado con precisión para su participación es, quizá, más racional y “eficiente”, pero también mucho menos libre. La liturgia del Concilio Vaticano II es más propia del hombre moderno: es eficaz y utilitaria, y cada elemento tiene una finalidad clara e inmediata. En cambio, el rito extraordinario tradicional es mucho más pausado y está pensado para dejar sitio al Misterio insondable e inabarcable de Dios, introduciéndonos en él por el culto, la oración y la alabanza al Padre al Hijo y al Espíritu Santo.

Me encantó cómo cada uno de los fieles participaba en el Sacrificio con su propia oración, diferente y adecuada a sus circunstancias personales. De alguna forma, todas esas oraciones se unían en una única ofrenda al Padre, que es Cristo su Hijo, entregado por nosotros. Me pareció estar viendo a la propia Iglesia Católica, llena de santos y de pecadores, de personas que corren al encuentro de Dios y otros que se acercan lentamente, de sabios e ignorantes, de vírgenes, casados, doctores, contemplativos, viudas y sacerdotes. Todos diferentes, pero cantando un solo canto nuevo al Padre, como una sinfonía compuesta por melodías diferentes pero armoniosas. Me atrevo a decir que, en este aspecto, la liturgia tradicional es mucho más “moderna y progresista”, en el buen sentido de estas palabras, que el rito ordinario.

Ni que decir tiene que todo esto no quiere decir que yo rechace la Misa de Pablo VI. Al contrario. He recibido la fe con la liturgia del rito ordinario y a través de ella he conocido la Tradición permanente de la Iglesia. Creo, sin embargo, que no debemos olvidar que el misal del rito ordinario está aún en sus orígenes. Desde nuestro punto de vista, los cincuenta años transcurridos desde el Concilio Vaticano II pueden parecer un largo tiempo, pero ante los ojos milenarios de la Iglesia no son más que un instante, como un ayer que pasó, una vela nocturna. Con el correr del tiempo, la acción de los Papas, la participación de los fieles, el estudio de los teólogos y la aportación de los Santos, el rito ordinario se irá enriqueciendo y afinando como sucedió con el rito extraordinario.

El Papa Benedicto XVI ha dado en el clavo al sugerir que ambas formas del rito deberán enriquecerse mutuamente. Quizá otro día podríamos discutir la manera en que podría darse este enriquecimiento mutuo. Hoy, sin embargo, me voy a limitar a dar gracias a Dios por la Iglesia, que ha preservado este tesoro de la Misa tradicional, para enriquecimiento, santificación y alegría de sus hijos.

Fuente: InfoCatólica

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